Por: Felipe Ospina
Hace un par de meses me despertó muy temprano el irritante sonido de una motosierra. Mala señal, me dije, recordando el uso sangriento que se le ha dado a esos dientes mecánicos en el país. Fui a ver y descubrí a un par de señores en un bosquecito cercano, justo a orillas de la quebrada. Se ensañaban con un guayabo que temblaba de muerte. No pasó mucho hasta que se desplomó con ese sonido astillado de los árboles al caer. Así siguieron con los demás, hasta dejar el bosquecito despoblado.
Mientras miraba, me preguntaba qué podía hacer. De quién eran esos
árboles. Acaso los árboles tienen dueños. Quién les daba el permiso a esos
hombres para cortarlos. De qué se les acusaba a los pobres. Con qué argumentos
podía detener la tala. Qué suerte le esperaba a esa corriente de agua. Qué
suerte me esperaba a mí sin esas guayabas. A qué autoridad podía acudir. Me
sentí impotente, con dolor de patria. Debo admitir que me faltó valor para
encadenarme al tronco de uno, como esa gente en el Amazonas.
Días después, indagando sobre la forma de hacer algo para frenar la tala
irracional, me encontré con una conferencia llamada “La historia de la agricultura y la
tenencia de la tierra en el Valle de Aburrá”, dada en la
Academia Antioqueña de Historia por la profesora Lilliam Gómez, en donde la
autora expone en detalle lo que podría llamarse con más acierto El relato
de la depredación colonial.
Me enteré de que cuando los españoles se toparon por primera vez con el
valle el territorio ya estaba bastante poblado. Algunos
datos hablan de hasta 1 millón de personas. Sardella, el escribano de Jorge
Robledo, cuenta que entraron al valle transitando caminos rodeados por bohíos,
en donde vivían gentes que gozaban de paz y abundancia. Tenían maíz, frijol,
yuca dulce, frutales y tantos animales de caza como para hartarse por infinitas
generaciones.
Supe que si bien los datos arqueológicos señalan que la actividad
indígena había modificado los bosques primarios, tal cambio no había roto el
equilibrio medioambiental. Prueba de ello es la coincidencia de todos los
cronistas con respecto a que el valle era un lugar paradisíaco, fértil, de
clima benévolo, de aguas cristalinas y de flora abundante. En otras palabras,
una “mina de oro” ambiental, con sobrados recursos para establecer poblados.
El español, siguiendo una tradición que había devastado la península
ibérica, se dio a la rapaz empresa de explotar, sin más guía que su ambición,
los recursos disponibles en el valle. La tala fue una de las prácticas
fundadoras. La colonia consistió casi que principalmente en cortar el bosque
para reclamar terrenos e introducir ganado.
Se pasó así de una economía de la naturaleza (sustentada en un
intercambio de valores reales, no especulativos, donde el control eficiente del
medio se producía gracias a un uso razonado de la tierra, un uso sustentable
que no la extenuaba ni la esterilizaba, y a través de una gestión de la
abundancia que preveía el almacenamiento del producto excedente), a una
economía depredadora, que implantó el sistema de explotación de los recursos
según la lógica del capital.
Entendí que la deforestación y el mal uso del suelo no tuvieron sólo
fines económicos, también tuvieron objetivos militares. Con la tala obligaron
al indígena a replegarse. Algunos de ellos comenzaron a emigrar hacia regiones
de más difícil acceso, y los que se quedaron pasaron a engrosar las filas de
esclavos del rey. Fenómeno que suena familiar hoy en día: explotación del
“recurso humano”. Otra forma de tala, en este caso de hombres.
Esta nueva forma de relación con el medio, impuesta con sangre por los
colonos, ajena a las dinámicas que por milenios desarrollaron las comunidades
indígenas, arrastró el valle a una auténtica vorágine, observable en el
deterioro del suelo y en el casi exterminio de la fauna y la flora nativa. Tal
herencia sigue vivita y coleando, arañando los depósitos que, no obstante, no
se agotan. Para la muestra el botón del bosquecito cerca a mi casa.
A pesar de todo esto, encontré que la profesora Lilliam hablaba todavía
con fe de la recuperación del equilibrio ecológico del valle. En su conferencia
trae a colación el Decreto Nacional 1756 de mayo 29 de 1947 (que también
encontré reseñado en el POT de Girardota, como antecedente histórico de
desarrollo), el cual en su Artículo 1º dice: “desde la vigencia de este decreto
no podrán explotarse, avisarse, denunciarse, adjudicarse, otorgarse minas de
aluvión en la zona que se determina a continuación, ubicada en los municipios
de Copacabana, Girardota y Barbosa del departamento de Antioquia, por estar
dedicada a empresas agrícolas…”.
Claramente incumplido, este decreto es un antecedente legislativo que
debería servir como incentivo para que ésta, pero sobre todo las generaciones
que llegan, se empoderen de herramientas que ya existen y hagan valer lo que ya
está decretado. ¿Cuántas personas tendrán noticia del 1756? Esclarecer públicamente
nuestra historia, hacerla accesible al mayor número de personas, promover el
reconocimiento de la identidad que nos corresponde como pueblo, nos permitirá incidir
en el porvenir, el cual involucra a todas las formas de vida que cohabitan con
nosotros.
Comparto el pensamiento de la profesora Gómez, en el sentido de que nos
corresponde replantear esa herencia depredadora, conjugándole al vasto
conocimiento científico y técnico del cual disponemos en la actualidad, ese
saber sobre la economía de la naturaleza que les permitió a los pobladores
prehispánicos del valle gozar de un hábitat más propicio para la vida.
Comprendí que quienes talaban ese bosquecito no sabían, no tenían por
qué saber, que varias veces disfruté de esa sombra de guayabas. Les debí haber
hablado de eso, de la sombra que daba ese guayabo en medio del desierto que nos
hemos fabricado.
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