INFORME DE LECTURA
Introducción
a la arqueología del valle de Aburrá
de
Graciliano Arcilia Vélez, U. de A., 1977
Por:
M. H. Muñoz
No
queda duda de que el mismo valle de Aburrá en que ahora reposa Medellín fue en
tiempos prehispánicos una encrucijada de diferentes culturas aborígenes con una
rica práctica textilera. Por ello tampoco nos resulta raro que haya arraigado
una cultura con el mismo énfasis en los cuatro siglos posteriores a la conquista.
Medellín es recordada a nivel mundial por el eslogan de “ciudad de la moda”.
No
se puede hablar del valle de Aburrá sin hablar del río. Graciliano Arcila,
padre de la arqueología en el valle y fundador del Museo de Antropología de la
Universidad de Antioquia, hace una descripción del río y lo fija como eje de su
libro La introducción a la arqueología del valle de Aburrá (Universidad
de Antioquia, 1977). Su primera
conclusión: “el río Porce fue un límite
arcifinio de una irradiación cultural antillana que penetró por el noreste
antes de la conquista cultural de los Quimbaya” (p. 14).
Algunos
de nuestros ancestros aborígenes vienen del caribe, desde el norte. Comunidades
del mar que caminaron y navegaron las playas del golfo de Urabá y que luego
siguieron las desembocaduras de los ríos, hacia sus nacimientos, construyendo
canoas de una sola pieza y fundando culturas donde las rocas encrespan la
corriente de las aguas, desarrollando distintos modos de habitar las montañas
de la cordillera occidental, central y oriental de los Andes. Los ríos Atrato, Magdalena,
sus ramales y afluentes, como el Cauca, fueron autopistas o caminos naturales
para los primeros pobladores, que sabían convivir armónicamente, hasta donde
tenemos noticias, con el entorno natural que iban poblando.
Cultura y Geografía
Durante
los 473 años de conquista del valle (cronología que comienza en 1541), hemos pasado
omitiendo peligrosamente una verdad aparentemente obvia: la vergonzosa relación
del hombre español con el entorno natural y físico, caracterizada por su firme
disposición en agotar los recursos naturales de que disponemos.
Los
arqueólogos lo tienen claro, pero es una obviedad que vale la pena grabar con
hierro: “La estructura geográfica con
sus ríos y montañas, es bien sabido, determina ecológicamente los
comportamientos biológicos de los animales e, inclusive, culturales del hombre”.
(p. 14).
Llegada de Tejelo
Señala
Graciliano el tomo LXXXII de los documentos de la Colección Muñoz en España,
donde se encuentra La Relación del descubrimiento de la provincia de Antiochia, por Jorge
Robledo, escrita por Juan Bautista Sardella, secretario de éste.
Allí
está narrada la llegada de los españoles al valle, tal y como debió
reconstruirla después Jorge Robledo, a lo mejor modificándola ligeramente, para
suavizar la barbarie empleada en la empresa de la conquista, tan netamente
monetaria.
Llegaron
por la tarde a las faldas del occidente del valle, al día siguiente
descendieron por lo que actualmente es San Antonio de Prado, alto de Barcino,
Quebrada Blanca y Doña María, y bajaron hasta donde hoy queda el barrio
Guayabal y el municipio de Itagüí.
En
Guayabal se encontraba el poblado principal.
Venían 12 hombres de a caballo y 20 de a pie, “los que tuvieron dificultad para no perecer con el ataque de los
naturales, que aunque sin armas ventajosas eran muchos en número con macanas y
lanzas de madera” (p. 15). No los recibieron hincando la rodilla,
aquí, como hubieran preferido de mil amores.
Según
Sardella el día del descubrimiento del valle fue el 10 de agosto, y no el día
de San Bartolomé, 24 de agosto de 1541, un día antes de ser abandonado el valle
por los conquistadores. Escribe el
secretario: “aquí estuvimos 15 días, en
los cuales por llamamiento del capitán le vinieron todos los indios de paz, é
servían a los españoles é así mismo vinieron otros pueblos á este comarcanos”. (p. 16).
Eran ecologistas los Chibchas
Durante
los miles de años que habitaron aquí los diferentes pueblos Chibchas, supieron
mantener virginal su medio natural, así escribía sobre el Valle de Aburra Miguel
de Aguinaga, gobernador, en 1676: “(…) báñale un río saludable y delgada agua, en
que desaguan los ríos llamados Porce y Nechí y otros riquísimos en minerales”.
Había pasado poco más del primer siglo de conquista.
Estas
aguas no conservarían la salud. Bastó un puñado de siglos de vida española para
destruir un equilibrio biológico mantenido en el valle por varios milenios.
Robledo
quiso ver qué había por los lados de Arví, pasando el río y subiendo la montaña
que hoy es la carretera hacia Santa Elena (escribe Sardella), pero al
encontrarse caminos más “anchos que los
del Cuzco” y bohíos a manera de depósitos, “el capitán no se atrevió a
seguir aquellos caminos, porque quien los había fecho, debía ser mucha
posibilidad de gente”.
No era el mariscal Robledo un Don Quijote,
dispuesto a batirse a muerte contra un ejército de hombres desnudos. Visto con
un lenguaje más escueto Robledo era para los indígenas un Demonio. “Ai”, para
los Nutabes, otro de los pueblos que habitaban el Valle, que significa al mismo
tiempo “Demonio” y “Hombre blanco”.
Si
nos fijamos bien en los bigotitos puntiagudos del Mariscal Robledo, ¿no tienen
algo de Mefistófeles, esa encarnación del diablo de la literatura Alemana?
Refiere
el cronista de Robledo que se encontraron construcciones de piedra abandonadas.
Cuando preguntaron quién las había construido, entendieron (no hablaban español
los aborígenes) que eran más antiguos que los pobladores actuales. No lo creo,
como tengo derecho. La historia aquí fue escrita por los vencedores, es decir,
manipulada por ellos. ¿Y si lo que Robledo encontró fue una ciudad espléndida
de la cual debía apoderarse, destruyéndola, de ser necesario? Después, para la
historia, anotó que ya estaba abandonada cuando llegaron, ¿pero no pudo ser él
quien la desalojó? Robledo, que sabía leer, no iba a permitir que su secretario
escribiera en los anales atrocidades demasiado evidentes. No se les puede creer
a los cronistas españoles al pie de la letra.
“La disparidad cronológica establecida por
la información de los cronistas es a veces muy insegura, no solamente por la
disparidad entre ellos mismos, omisiones, equivocaciones calendáricas (…) los
hechos eran registrados algún tiempo después” (p. 11).
Incluso
el secretario Juan Bautista Sardella dice en su relación: “se tomó mucha cantidad de ropa de algodón muy pintada e galana”
(p. 36).
Estación Guayabal
Señala Graciliano que fue en Guayabal
“donde se encontraba el poblado principal de acuerdo con la prueba
arqueológica” (p. 15).
El
guaquero o buscador de tesoros indígenas Manuel Antonio Ortiz reportó a la
universidad de Antioquia en 1953 una tumba que encontró en dicho punto, de
donde se infiere, con la certidumbre de
múltiples pruebas, que “fue un pueblo
textilero por exelencia”.
Queda
todavía algo de eso. Durante años, por ejemplo, mi propia madre trabajó en la
que fue una de las empresas textileras más grandes de Latinoamérica, Jusi
Limitada, de un judío, que tenía su principal fábrica en el mismo barrio
Guayabal de Medellín.
Esa
cultura textilera, sin embargo, no fue suficiente para que el invasor
reconociera una civilización digna de respeto. Además,
para mayor pecado, no fueron dóciles, como les hubiera gustado a los demonios.
¿Suicidas?
Es bastante rara la actitud indígena de
suicidarse señalada por distintos cronistas. Según Sardella “(…) aconteció en esta provincia a algunos españoles yendo por fruta y a
caza de aves, ir donde algunos indios estaban, é ansí como los veían, se
quitaban una manta de vara y media de ancho que traen atadas sus vergüenzas,
quitárselas é darse una vuelta al pescuezo y ahorcarse” (p. 36).
Y
Cieiza de León, en su Crónica del Perú: “Cuando entramos en este valle de Aburrá fue
tanto el aborrecimiento que nos tomaron los naturales del, que ellos y sus
mujeres se ahorcaban de sus cabellos o de los maures de los árboles y ahullando
con gemidos lastimeros dejaban allí los cuerpos y abajaban las ánimas a los
infiernos” (p. 36).
Mejor
morir que servir a los españoles que con sus obras iban ganando el cielo.
Las piedras o arte rupestre
Para
ese entonces no habían encontrado muchos petroglifos. Es por ello que apenas
hay un capítulo de Itaguí en el trabajo de Graciliano. “(…) el ojo vulgar no puede
advertirlos fácilmente (los dibujos incisos en la roca de Itagüí) (…) uno de
los niños habitantes del lugar, fue preguntado si conocía algunas piedras que
tuvieran grabados en la superficie, y respondió no conocerlas, sin embargo,
estaba sentado sobre una de ellas” (p. 24). Era
el año 1971.
Las
rocas de Itagüí tienen motivos espiralados que empalman para formar sigmas. No
parecen dibujos hechos para representar figurativamente algo. “Posiblemente se trata de signos gnemónicos
que imprimen categoría social en la persona que los ejecuta” (p. 24).
Se
sospecha de un “criterio totémico” de estos dibujos en las rocas. Una trabajo
similar al que los Quimbayas habían llegado.
Y estaba también en la decoración incisa antillana, perteneciente a los
pueblos arawak cuya influencia llegó hasta el noroeste colombiano,
especialmente al occidente del río Magdalena y en el Departamento de Antioquia.
Pero los quimbayas “orientan su
abstracción en el dibujo geométrico rectilíneo y no curvilíneo como el caso
antillano”. (p. 27).
Una
especulación lleva a pensar que los sitios eran especialmente marcados por ser
escenario de alguna práctica ceremonial, pero en general no se anima a
especular Graciliano sobre estas rocas. “Para nosotros es difícil una interpretación
exacta a menos que pensemos en lo más simple que al indígena se le ocurrió
expresar”…
Acusaba
falta de información para emprender el trabajo interpretativo, que hoy podría
ser más eficaz. La
posibilidad es que sean posteriores a los ceramistas prehispánicos, que
introdujeron los motivos sigmáticos, o por lo menos espiralados, con empalmes para
formar sigmas. Concluye que no los Karib, catíos actuales, dispersos por
Antioquia, Caldas, Chocó, Córdoba, pues “no tuvieron tiempo de influir en la cultura
rupestre (…) la realización del fenómeno cultural exige
vida sedentaria que los karib no tenían en su estructura social hasta entrado
el siglo XVIII” (p. 29).
Es
en éste capítulo donde el antropólogo afirma con confianza que los pueblos del valle
eran Chibchas, cuyo “ámbito de
dispersión se encuentra al sur de la zona Chorotega en Nicaragua hasta la
latitud del río Guayas en el Ecuador, según Paul Rivet” en Orígenes del hombre americano, 1943.
Recomienda
leer libros como El jeroglífico Chibcha”,
publicado en 1924, de Miguel Triana, o El
arte rupestre en Colombia de José Pérez de Barradas, publicado en 1941.
Promete, además, un estudio de su autoría respecto a “La cultura rupestre en
Antioquia”.
Cosmología
Aunque,
señala Graciliano, los indígenas del valle no hablaban lengua Katía, la
relación de éstos que hace el cronista Fray Pedro Simón sirve para señalar los
alcances de la cosmovisión aborigen de aquel entonces.
Dice
cosas memorables Pedro Simón en sus Noticias historiales: “Eran los catíos de espabilado
entendimiento: escribían sus historias en jeroglíficos pintados en mantas.
Usaban de peso y medida. No usaban veneno (en las flechas, como los pueblos de
lengua Chibcha) (…) y adoraban las estrellas (…) creían en un dios y en la
inmortalidad del alma”.
Es
una noticia escueta, pero profunda, pues sí sabemos, por los caminos de piedra,
que se comunicaban con gente de otras regiones, que comerciaban sal, vasijas,
textiles, ¿por qué no intercambiarían, también, su visión del cosmos?
No
tenían pólvora, pero aun así estaban preparados para dar la guerra. Dice
Sardella sobre los del valle de Aburrá: “tenían
cuchillos de pedernal, lanzas de macana tostada, cordeles; cañuelas de puntas:
tiraderas o propulsores, o estólidas, macanas, hondas”.
Del
importantísimo y ampliamente documentado hallazgo de Guayabal se deduce “una
tendencia hacia la expresión artística” o la “aplicación de una noción
estética…” (p. 47). Pero no se ha pensado mucho al respecto, ni Graciliano aporta
mayores elementos para la investigación, salvo algunas intuiciones.
La espiral
Este
es asunto de envergadura. Graciliano remite al lector a Fernando Ortiz, que en
su trabajo El Hurakán, término
autóctono que ha saltado al español con el mismo sentido que tenía para los
indígenas caribeños prehispánicos. Los volantes encontrados en Guayabal, 191 en
total, en sepulturas escavadas en el año 1953 (en el Alto de la Calabacera o El
Morro), remiten al investigador hasta estas culturas antillanas.
Matemáticamente, la espiral fue
dilucidada por Fibonacci,
cuya ecuación no podemos soslayar aquí, lo que demuestra que la idea no remite
apenas al ciclón o al huracán de los pueblos arawak. ¿Si no se daban aquí, en las montañas, lejísimos del mar,
estos ciclones, para qué insistir tanto en la espiral?
A lo que no se atreve
Graciliano, es a presentar aquellos
dibujos como una especie de escritura simbólica, ideográfica, aún no
descifrada.
El sigma, por ejemplo, tan empleado
aquí, es letra del
alfabeto griego. Se usa como el símbolo de una
sumatoria o para referirse a un cierto alfabeto de un lenguaje. Hay tres formas
de representarla, estando en el principio, en la mitad, o al final de una
palabra, más similar a nuestras.
El
cruce de estas simbologías usadas en aquel tiempo, con referencias del Chicha,
¿no darán como resultado alguna clase de desciframiento, aunque sea minúsculo,
de un lenguaje organizado? ¿No se escribían con estos mismos símbolos las
historias en las mantas de algodón de que habla el antiguo cronista?
A propósito del sigma afirma Graciliano que “sería aventurado decir que haya una influencia maya en la expresión de este
signo”.
Sería
cuestión de aventurarnos. Alfabeto
maya.
Conclusiones
De la Introducción a la arqueología del valle de Aburrá se
concluye que Antioquia es una
encrucijada étnica, es decir, un complejo cultural.
Fenómeno
que se refleja en la arqueología conocida hasta entonces y en los cientos de
nuevos hallazgos hechos hasta hoy, casi medio siglo después.
Un
dato da pistas de lo que podría ser actualmente un lugar apropiado para buscar
pueblos vivos descendientes de los pobladores del valle de Aburrá: “A finales del siglo XVIII hay noticias de
que fueron trasladados a la región de San Jerónimo del Monte los últimos
aborígenes del valle de Aburrá que habitaban en el poblado. San Jerónimo del
Monte quedaba en el Alto Sinú”
Hay
un capítulo especial al final del libro dedicado a la “Dispersión del fenómeno cultural del sigma fuera del centro del valle
de Aburrá”. Los volantes de uso de igual decoración se encontraron en el
suroeste antioqueño (Caldas, Bolívar, Jericó, Amagá, Titiribí y al margen del
río Cauca en Loreto) y en Ituango (hacia el norte del departamento). También se
encuentran evidencias de que la influencia de decoración espiralada en los
volantes de huso transmontó la cordillera occidental y llegó a la cuenca del
río Atrato. Caso específico, en Marsella, Chocó, vereda el Piñón.
“Nos corresponde por el momento
sugerir a los futuros investigadores de la arqueología colombiana, buscar las
dinámicas que dentro de las culturas ejercen determinadas formas de expresión…”
(p. 173).
Dice
que en el occidente Colombiano, río Magdalena, esta expresión es rara, y está
ausente en la cultura Quimbaya. En cambio se encuentra, la espiral, en Calima,
Tierradentro Cauca, Río Patía, Río Guachicomo, Titiribí, Tumaco, Necoclí (donde
se encontró “la más extraordinaria”.
Una
cosa que se lamenta: “Los arqueológos llegamos tarde o
nunca a conocer los lugares cuando ya el terreno ha sido revolcado”.
Alega que la cultura del guaquero que se maneja en Colombia, la fiebre del oro
en las tumbas, ha servido para destruir quizá lo mejor de la cultura
prehispánica (aunque vale mirar el catálogo del Museo del Oro en Bogotá para
ensoñar).
El
trabajo de Graciliano es altamente disciplinado, aunque sin demasiados
aventuramientos. Vale como introducción, pues además no hay otra. En muchas de
las cosas de esta introducción hay que detenerse con lupa. Me queda la tarea de
indagar con los etnolinguístas, conocedores del Chibcha, quienes sabrán ver en
estas imágenes enigmáticas algo más que lo que yo veo.
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