jueves, 4 de septiembre de 2014

El valle de las espirales



INFORME DE LECTURA
Introducción a la arqueología del valle de Aburrá
de Graciliano Arcilia Vélez, U. de A., 1977

Por: M. H. Muñoz

No queda duda de que el mismo valle de Aburrá en que ahora reposa Medellín fue en tiempos prehispánicos una encrucijada de diferentes culturas aborígenes con una rica práctica textilera. Por ello tampoco nos resulta raro que haya arraigado una cultura con el mismo énfasis en los cuatro siglos posteriores a la conquista. Medellín es recordada a nivel mundial por el eslogan de “ciudad de la moda”.

No se puede hablar del valle de Aburrá sin hablar del río. Graciliano Arcila, padre de la arqueología en el valle y fundador del Museo de Antropología de la Universidad de Antioquia, hace una descripción del río y lo fija como eje de su libro La introducción a la arqueología del valle de Aburrá (Universidad de Antioquia, 1977).  Su primera conclusión: “el río Porce fue un límite arcifinio de una irradiación cultural antillana que penetró por el noreste antes de la conquista cultural de los Quimbaya” (p. 14).

Algunos de nuestros ancestros aborígenes vienen del caribe, desde el norte. Comunidades del mar que caminaron y navegaron las playas del golfo de Urabá y que luego siguieron las desembocaduras de los ríos, hacia sus nacimientos, construyendo canoas de una sola pieza y fundando culturas donde las rocas encrespan la corriente de las aguas, desarrollando distintos modos de habitar las montañas de la cordillera occidental, central y oriental de los Andes. Los ríos Atrato, Magdalena, sus ramales y afluentes, como el Cauca, fueron autopistas o caminos naturales para los primeros pobladores, que sabían convivir armónicamente, hasta donde tenemos noticias, con el entorno natural que iban poblando.

Ese dar vueltas y vueltas pudo ser el origen de la idea de la espiral que será el símbolo recurrente en piedras y artesanías de estos pueblos. La “decoración” de los artefactos hallados en el Valle de Aburrá, a veces por el mismo profesor Graciliano Arcila, es riquísima en enigmas. En su libro los describe escuetamente, sugiriendo apenas una interpretación más profunda.

Cultura y Geografía
Durante los 473 años de conquista del valle (cronología que comienza en 1541), hemos pasado omitiendo peligrosamente una verdad aparentemente obvia: la vergonzosa relación del hombre español con el entorno natural y físico, caracterizada por su firme disposición en agotar los recursos naturales de que disponemos.
Los arqueólogos lo tienen claro, pero es una obviedad que vale la pena grabar con hierro: “La estructura geográfica con sus ríos y montañas, es bien sabido, determina ecológicamente los comportamientos biológicos de los animales e, inclusive, culturales del hombre”. (p. 14).

Llegada de Tejelo
Señala Graciliano el tomo LXXXII de los documentos de la Colección Muñoz en España, donde se encuentra La Relación del descubrimiento de la provincia de Antiochia, por Jorge Robledo, escrita por Juan Bautista Sardella, secretario de éste.

Allí está narrada la llegada de los españoles al valle, tal y como debió reconstruirla después Jorge Robledo, a lo mejor modificándola ligeramente, para suavizar la barbarie empleada en la empresa de la conquista, tan netamente monetaria.  

Llegaron por la tarde a las faldas del occidente del valle, al día siguiente descendieron por lo que actualmente es San Antonio de Prado, alto de Barcino, Quebrada Blanca y Doña María, y bajaron hasta donde hoy queda el barrio Guayabal y el municipio de Itagüí.

En Guayabal se encontraba el poblado principal.  Venían 12 hombres de a caballo y 20 de a pie, “los que tuvieron dificultad para no perecer con el ataque de los naturales, que aunque sin armas ventajosas eran muchos en número con macanas y lanzas de madera” (p. 15). No los recibieron hincando la rodilla, aquí, como hubieran preferido de mil amores.

Según Sardella el día del descubrimiento del valle fue el 10 de agosto, y no el día de San Bartolomé, 24 de agosto de 1541, un día antes de ser abandonado el valle por los conquistadores.  Escribe el secretario: “aquí estuvimos 15 días, en los cuales por llamamiento del capitán le vinieron todos los indios de paz, é servían a los españoles é así mismo vinieron otros pueblos á este comarcanos”. (p. 16).

Eran ecologistas los Chibchas
Durante los miles de años que habitaron aquí los diferentes pueblos Chibchas, supieron mantener virginal su medio natural, así escribía sobre el Valle de Aburra Miguel de Aguinaga, gobernador, en 1676: “(…) báñale un río saludable y delgada agua, en que desaguan los ríos llamados Porce y Nechí y otros riquísimos en minerales”. Había pasado poco más del primer siglo de conquista.

Estas aguas no conservarían la salud. Bastó un puñado de siglos de vida española para destruir un equilibrio biológico mantenido en el valle por varios milenios.

Robledo quiso ver qué había por los lados de Arví, pasando el río y subiendo la montaña que hoy es la carretera hacia Santa Elena (escribe Sardella), pero al encontrarse caminos más “anchos que los del Cuzco” y bohíos a manera de depósitos, “el capitán no se atrevió  a seguir aquellos caminos, porque quien los había fecho, debía ser mucha posibilidad de gente”.

 No era el mariscal Robledo un Don Quijote, dispuesto a batirse a muerte contra un ejército de hombres desnudos. Visto con un lenguaje más escueto Robledo era para los indígenas un Demonio. “Ai”, para los Nutabes, otro de los pueblos que habitaban el Valle, que significa al mismo tiempo “Demonio” y “Hombre blanco”.

Si nos fijamos bien en los bigotitos puntiagudos del Mariscal Robledo, ¿no tienen algo de Mefistófeles, esa encarnación del diablo de la literatura Alemana?

Refiere el cronista de Robledo que se encontraron construcciones de piedra abandonadas. Cuando preguntaron quién las había construido, entendieron (no hablaban español los aborígenes) que eran más antiguos que los pobladores actuales. No lo creo, como tengo derecho. La historia aquí fue escrita por los vencedores, es decir, manipulada por ellos. ¿Y si lo que Robledo encontró fue una ciudad espléndida de la cual debía apoderarse, destruyéndola, de ser necesario? Después, para la historia, anotó que ya estaba abandonada cuando llegaron, ¿pero no pudo ser él quien la desalojó? Robledo, que sabía leer, no iba a permitir que su secretario escribiera en los anales atrocidades demasiado evidentes. No se les puede creer a los cronistas españoles al pie de la letra.

La disparidad cronológica establecida por la información de los cronistas es a veces muy insegura, no solamente por la disparidad entre ellos mismos, omisiones, equivocaciones calendáricas (…) los hechos eran registrados algún tiempo después” (p. 11).



Estación Guayabal
Señala Graciliano que fue en Guayabal “donde se encontraba el poblado principal de acuerdo con la prueba arqueológica” (p. 15).

El guaquero o buscador de tesoros indígenas Manuel Antonio Ortiz reportó a la universidad de Antioquia en 1953 una tumba que encontró en dicho punto, de donde se infiere, con  la certidumbre de múltiples pruebas, que “fue un pueblo textilero por exelencia”. 

Incluso el secretario Juan Bautista Sardella dice en su relación: “se tomó mucha cantidad de ropa de algodón muy pintada e galana” (p. 36).

Queda todavía algo de eso. Durante años, por ejemplo, mi propia madre trabajó en la que fue una de las empresas textileras más grandes de Latinoamérica, Jusi Limitada, de un judío, que tenía su principal fábrica en el mismo barrio Guayabal de Medellín.

Esa cultura textilera, sin embargo, no fue suficiente para que el invasor reconociera una civilización digna de respeto. Además, para mayor pecado, no fueron dóciles, como les hubiera gustado a los demonios.

¿Suicidas?
Es  bastante rara la actitud indígena de suicidarse señalada por distintos cronistas. Según Sardella “(…) aconteció en esta provincia a algunos españoles yendo por fruta y a caza de aves, ir donde algunos indios estaban, é ansí como los veían, se quitaban una manta de vara y media de ancho que traen atadas sus vergüenzas, quitárselas é darse una vuelta al pescuezo y ahorcarse”  (p. 36).

Y Cieiza de León, en su Crónica del PerúCuando entramos en este valle de Aburrá fue tanto el aborrecimiento que nos tomaron los naturales del, que ellos y sus mujeres se ahorcaban de sus cabellos o de los maures de los árboles y ahullando con gemidos lastimeros dejaban allí los cuerpos y abajaban las ánimas a los infiernos” (p. 36).

Mejor morir que servir a los españoles que con sus obras iban ganando el cielo.

Las piedras o arte rupestre
Para ese entonces no habían encontrado muchos petroglifos. Es por ello que apenas hay un capítulo de Itaguí en el trabajo de Graciliano. “(…) el ojo vulgar no puede advertirlos fácilmente (los dibujos incisos en la roca de Itagüí) (…) uno de los niños habitantes del lugar, fue preguntado si conocía algunas piedras que tuvieran grabados en la superficie, y respondió no conocerlas, sin embargo, estaba sentado sobre una de ellas” (p. 24). Era el año 1971.

Las rocas de Itagüí tienen motivos espiralados que empalman para formar sigmas. No parecen dibujos hechos para representar figurativamente algo. “Posiblemente se trata de signos gnemónicos que imprimen categoría social en la persona que los ejecuta”  (p. 24).

Se sospecha de un “criterio totémico” de estos dibujos en las rocas. Una trabajo similar al que los Quimbayas habían llegado. Y estaba también en la decoración incisa antillana, perteneciente a los pueblos arawak cuya influencia llegó hasta el noroeste colombiano, especialmente al occidente del río Magdalena y en el Departamento de Antioquia. Pero los quimbayas “orientan su abstracción en el dibujo geométrico rectilíneo y no curvilíneo como el caso antillano”. (p. 27).

Una especulación lleva a pensar que los sitios eran especialmente marcados por ser escenario de alguna práctica ceremonial, pero en general no se anima a especular Graciliano sobre estas rocas. Para nosotros es difícil una interpretación exacta a menos que pensemos en lo más simple que al indígena se le ocurrió expresar”… 

Acusaba falta de información para emprender el trabajo interpretativo, que hoy podría ser más eficaz. La posibilidad es que sean posteriores a los ceramistas prehispánicos, que introdujeron los motivos sigmáticos, o por lo menos espiralados, con empalmes para formar sigmas. Concluye que no los Karib, catíos actuales, dispersos por Antioquia, Caldas, Chocó,  Córdoba, pues “no tuvieron tiempo de influir en la cultura rupestre () la realización del fenómeno cultural exige vida sedentaria que los karib no tenían en su estructura social hasta entrado el siglo XVIII” (p. 29).

Es en éste capítulo donde el antropólogo afirma con confianza que los pueblos del valle eran Chibchas, cuyo “ámbito de dispersión se encuentra al sur de la zona Chorotega en Nicaragua hasta la latitud del río Guayas en el Ecuador, según Paul Rivet” en Orígenes del hombre americano, 1943.

Recomienda leer libros como El jeroglífico Chibcha”, publicado en 1924, de Miguel Triana, o El arte rupestre en Colombia de José Pérez de Barradas, publicado en 1941. Promete, además, un estudio de su autoría respecto a “La cultura rupestre en Antioquia”. 

Cosmología
Aunque, señala Graciliano, los indígenas del valle no hablaban lengua Katía, la relación de éstos que hace el cronista Fray Pedro Simón sirve para señalar los alcances de la cosmovisión aborigen de aquel entonces.
Dice cosas memorables Pedro Simón en sus Noticias historiales: “Eran los catíos de espabilado entendimiento: escribían sus historias en jeroglíficos pintados en mantas. Usaban de peso y medida. No usaban veneno (en las flechas, como los pueblos de lengua Chibcha) (…) y adoraban las estrellas (…) creían en un dios y en la inmortalidad del alma”.

Es una noticia escueta, pero profunda, pues sí sabemos, por los caminos de piedra, que se comunicaban con gente de otras regiones, que comerciaban sal, vasijas, textiles, ¿por qué no intercambiarían, también, su visión del cosmos?

No tenían pólvora, pero aun así estaban preparados para dar la guerra. Dice Sardella sobre los del valle de Aburrá: “tenían cuchillos de pedernal, lanzas de macana tostada, cordeles; cañuelas de puntas: tiraderas o propulsores, o estólidas, macanas, hondas”.

Del importantísimo y ampliamente documentado hallazgo de Guayabal se deduce “una tendencia hacia la expresión artística” o la “aplicación de una noción estética…” (p. 47). Pero no se ha pensado mucho al respecto, ni Graciliano aporta mayores elementos para la investigación, salvo algunas intuiciones.

La espiral
Este es asunto de envergadura. Graciliano remite al lector a Fernando Ortiz, que en su trabajo El Hurakán, término autóctono que ha saltado al español con el mismo sentido que tenía para los indígenas caribeños prehispánicos. Los volantes encontrados en Guayabal, 191 en total, en sepulturas escavadas en el año 1953 (en el Alto de la Calabacera o El Morro), remiten al investigador hasta estas culturas antillanas.

Matemáticamente, la espiral fue dilucidada por Fibonacci, cuya ecuación no podemos soslayar aquí, lo que demuestra que la idea no remite apenas al ciclón o al huracán de los pueblos arawak. ¿Si no se daban aquí, en las montañas, lejísimos del mar, estos ciclones, para qué insistir tanto en la espiral?

A lo que no se atreve Graciliano,  es a presentar aquellos dibujos como una especie de escritura simbólica, ideográfica, aún no descifrada.

El sigma, por ejemplo, tan empleado aquí, es letra del alfabeto griego. Se usa como el símbolo de una sumatoria o para referirse a un cierto alfabeto de un lenguaje. Hay tres formas de representarla, estando en el principio, en la mitad, o al final de una palabra, más similar a nuestras. 

El cruce de estas simbologías usadas en aquel tiempo, con referencias del Chicha, ¿no darán como resultado alguna clase de desciframiento, aunque sea minúsculo, de un lenguaje organizado? ¿No se escribían con estos mismos símbolos las historias en las mantas de algodón de que habla el antiguo cronista?

A propósito del sigma afirma Graciliano que “sería aventurado decir que haya una influencia maya en la expresión de este signo”.

Sería cuestión de aventurarnos. Alfabeto maya.

Conclusiones
De la Introducción a la arqueología del valle de Aburrá se concluye que Antioquia es una encrucijada étnica, es decir, un complejo cultural.

Fenómeno que se refleja en la arqueología conocida hasta entonces y en los cientos de nuevos hallazgos hechos hasta hoy, casi medio siglo después.

Un dato da pistas de lo que podría ser actualmente un lugar apropiado para buscar pueblos vivos descendientes de los pobladores del valle de Aburrá: A finales del siglo XVIII hay noticias de que fueron trasladados a la región de San Jerónimo del Monte los últimos aborígenes del valle de Aburrá que habitaban en el poblado. San Jerónimo del Monte quedaba en el Alto Sinú

Hay un capítulo especial al final del libro dedicado a la “Dispersión del fenómeno cultural del sigma fuera del centro del valle de Aburrá”. Los volantes de uso de igual decoración se encontraron en el suroeste antioqueño (Caldas, Bolívar, Jericó, Amagá, Titiribí y al margen del río Cauca en Loreto) y en Ituango (hacia el norte del departamento). También se encuentran evidencias de que la influencia de decoración espiralada en los volantes de huso transmontó la cordillera occidental y llegó a la cuenca del río Atrato. Caso específico, en Marsella, Chocó, vereda el Piñón.

“Nos corresponde por el momento sugerir a los futuros investigadores de la arqueología colombiana, buscar las dinámicas que dentro de las culturas ejercen determinadas formas de expresión…”  (p. 173).

Dice que en el occidente Colombiano, río Magdalena, esta expresión es rara, y está ausente en la cultura Quimbaya. En cambio se encuentra, la espiral, en Calima, Tierradentro Cauca, Río Patía, Río Guachicomo, Titiribí, Tumaco, Necoclí (donde se encontró “la más extraordinaria”.

Una cosa que se lamenta: “Los arqueológos llegamos tarde o nunca a conocer los lugares cuando ya el terreno ha sido revolcado”. Alega que la cultura del guaquero que se maneja en Colombia, la fiebre del oro en las tumbas, ha servido para destruir quizá lo mejor de la cultura prehispánica (aunque vale mirar el catálogo del Museo del Oro en Bogotá para ensoñar).



asdfafejidos, como se aprecia en el dibujo: ricacil se deduce "añuelas de puntas: tiraderas o propulsores, o esto


El trabajo de Graciliano es altamente disciplinado, aunque sin demasiados aventuramientos. Vale como introducción, pues además no hay otra. En muchas de las cosas de esta introducción hay que detenerse con lupa. Me queda la tarea de indagar con los etnolinguístas, conocedores del Chibcha, quienes sabrán ver en estas imágenes enigmáticas algo más que lo que yo veo.

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