lunes, 8 de septiembre de 2014

Perro que no ladra


Por: Felipe Ospina

Ningún perro americano ladró cuando los españoles desembarcaron en las costas del Golfo de Urabá. No podían, eran mudos. Dato curioso, reseñado por los cronistas de indias. Cuando pienso en ello me imagino andando por un camino prehispánico, cerca de una chagra de maíz, yuca dulce y plátano, desembocando en el jardín de un bohío. A mi encuentro llega un grupo de perros pequeños, parecidos a chihuahuas aunque más grandes, con pelambres ocres, meneando sus rabos que dicen: ¡no temas, no ladramos! (son mudos pero se comunican bien). Y pienso: qué tierras estas en las que no ladran los perros, es como si no hubiera ladrones.

Luego me pregunto ¿Qué tendrán en común las palabras ladrar y ladrón? Curioso.

Cosa distinta a caminar por las trochas actuales, en la Girardota del siglo XXI, donde uno tiene la impresión (hecha real al instante) de que a la vuelta de un recodo aparecerá un perro grande, furioso, avisando a ladridos que no soy bien recibido, que huelo a sospechoso. Y claro, con justa razón, pues casi toda la montaña es propiedad privada. ¿Qué más haría un extraño en la tierra de mi amo sino robar? Razonará el perro. Y hará bien, pues los ladrones abundan.

No digo que entre los indígenas no existieran ladrones, de seguro no faltarían. Digo que con la venida del español el latrocinio adquirió significados desmesurados. El término se amplió hasta lo infame, hasta lo siniestro. Visto así, es una paradoja que quienes trajeran a los perros que ladran hayan sido precisamente los ladrones de ultramar. Aclaro que etimológicamente estas dos palabras no son parientes (ladrar y ladrón), sin embargo es un hecho histórico, al menos en América, que están íntimamente relacionadas.

Para hacerse una idea más amplia de este asunto, recomiendo la lectura de la novela El valle de los perros mudos, del escritor Juan Gil Blas. Allí, el autor imagina, apoyado en las teorías más aceptadas acerca del poblamiento de los valles entre las cuencas de los ríos Cauca y Magdalena, cómo era la vida del indígena en esta región poco tiempo antes del encuentro con el español. 

Para que el lector tenga una idea concreta del argumento, transcribo el resumen que hace del libro Juan Carlos Orrego, profesor de la Universidad de Antioquia, en un artículo titulado Exploración etnoliteraria del Valle de los perros mudos: 

“Antes de su colonización por españoles, en un valle interandino de América (compuesto por tres sectores: el Ojo, un abra montañosa hacia el sur; el Ombligo, un sistema de cerros en el centro, y el Porciúnculo, una zona de laderas al norte) han ido estableciéndose algunos nativos que han huido de las guerras étnicas ocurridas en otros lugares, y han terminado por formar una pequeña unidad política. El valle ha sido ocupado en otros momentos de su historia, pero cuando se efectúa la nueva oleada sólo un grupo de perros mudos pueblan el lugar. El primero de los migrantes, Raxó-Raxá, es un anciano con estatus de sabio que se ha instalado cerca del río que atraviesa el valle, y luego aparece el cazador Omaraxi, quien se establece en la región del Ojo junto con Orquídex, su mujer. Luego llegan otras personas, y Omaraxi, de un modo tácito, es visto como el líder de aquella parcialidad”.

“Alguna vez, cerca de la celebración de la menarquia de Amalá —la hija de Omaraxi y Orquídex—, algunas cábalas y rumores ponen en claro que se acerca el fin del mundo, y a esa noticia se asocia la de que, provenientes de lugares remotos, se acercan al valle perros que ladran, algo que todos tienen por absurdo. Al terminar el ritual se decide enviar una célula de exploradores allende el valle para que averigüen lo que ocurre, y entre los expedicionarios se encuentra el artista Sejó-Silú. Los días pasan sin que regrese la comisión y, sólo después de mucho tiempo, se presenta en el valle una joven con noticias inquietantes: un grupo de hombres blancos se ha tomado la aldea de fundidores de oro a la que ella pertenecía, y tres tíos de la joven se han lanzado por un precipicio antes de confesar dónde puede encontrarse el metal; ella —que ya ha sido violada por los españoles— ha escapado hacia el valle en medio del barullo provocado por el suicidio grupal. En los días que siguen, llegan allí otras víctimas de los invasores: heridos y mutilados pero, también, las mujeres que han quedado embarazadas de los blancos. La amenaza es inminente, y la defensa del valle es organizada por Omaraxi. La invasión comienza con una serie de sucesivas comitivas y migraciones de criaturas desconocidas: primero aparece en el Ojo una vaca extraviada, luego un grupo de caballos y jinetes. Luego pasa sobre el valle, arreado a latigazos, un hatajo inmenso de negros esclavos. Luego pasan manadas de toros, piaras de cerdos, ejércitos de gallos, bandas de gatos y una jauría de perros que se ve atraída irresistiblemente por Chusca, la perra muda de Omaraxi. A todas estas, por los bordes de las montañas que forman el valle se ven ya, asentadas ame­nazadoramente, las siluetas de los hombres del ejército blanco”.

“Luego del fracaso de algunas tentativas de defensa, el tiempo se deja sentir en una irreal celeridad para los habitantes del valle, y una Amalá madura ha quedado encinta ante la impotencia de sus padres envejecidos. En medio de la confusión y la hambruna producida por el hacinamiento y el sitio, el anciano Raxó-Raxá sube a uno de los cerros del Ombligo y se ahorca, y muchos siguen el ejemplo. Poco des­pués empiezan a levantarse cercas sobre las tierras del valle, y Sejó-Silú, ido hace tanto tiempo en cumplimiento de su misión exploratoria, regresa castellanizado, llamándose José Luis y apoyando la empresa de expropiación económica y mestizaje de los hispanos, y participando en tentativas de desestabilización cultural como la introducción del cristianismo. Su hijo Bómbix lo desconoce e incluso participa en la formación de una cuadrilla de rebeldes indígenas, cuyo intento de revivir viejas estrategias de defensa resulta sin embargo fallido. Omaraxi y los suyos deciden emigrar hacia las lejanas tierras del Llanogrande, de las que apenas saben que son el refugio de un extraño ermitaño que han entrevisto, en las alturas, a lo largo de los años. En el momento en que salen de su reducto en el valle —por entonces con gran apariencia de asentamiento colonial—, los restos de Chusca, la última perra muda de la región, se escapan río abajo”.

Hasta acá el resumen.

En la novela Gil Blas se toma todas las licencias que le ofrece la literatura para narrar un hecho histórico ocurrido posiblemente en esta región, al sur de Girardota. No pretende ser científico, aunque usa datos verificables de la Antropología y la Historia para estructurar su relato. Es interesante porque aunque es claro que está imaginando, queda la sensación de que su imaginación se basa en un saber de primera mano sobre esa época perdida.

Queda la sensación, también, de que son necesarios más intentos de este tipo, para que ese pasado muerto de datos técnicos (necesarios) adquiera un cuerpo real, un cuerpo narrado real, vivo, que la gente pueda tomar como suyo, que la gente pueda imaginar como suyo.
 

Con todo esto me ha dado por pensar que no podría yo trocar el dicho popular “perro que ladra no muerde”, por “perro que no ladra muerde”, sin traicionar mi viaje imaginario por el mundo amerindio, en donde esos perritos mudos son de lo más amigables. Me pone contento que no me sospechen ladrón. Y sin embargo, no dejo de reconocer que esa falta de malicia ladrantina, contribuyó a que los españoles cogieran al indígena, como quien dice, “con los calzones abajo”.

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