Por: Felipe Ospina
Ningún
perro americano ladró cuando los españoles desembarcaron en las costas del
Golfo de Urabá. No podían, eran mudos. Dato curioso, reseñado por los cronistas
de indias. Cuando pienso en ello me imagino andando por un camino prehispánico,
cerca de una chagra de maíz, yuca dulce y plátano, desembocando en el jardín de
un bohío. A mi encuentro llega un grupo de perros pequeños, parecidos a
chihuahuas aunque más grandes, con pelambres ocres, meneando sus rabos que
dicen: ¡no temas, no ladramos! (son mudos pero se comunican bien). Y pienso:
qué tierras estas en las que no ladran los perros, es como si no hubiera
ladrones.
Luego
me pregunto ¿Qué tendrán en común las palabras ladrar y ladrón? Curioso.
Cosa
distinta a caminar por las trochas actuales, en la Girardota del siglo XXI, donde
uno tiene la impresión (hecha real al instante) de que a la vuelta de un recodo
aparecerá un perro grande, furioso, avisando a ladridos que no soy bien
recibido, que huelo a sospechoso. Y claro, con justa razón, pues casi toda la
montaña es propiedad privada. ¿Qué más haría un extraño en la tierra de mi amo
sino robar? Razonará el perro. Y hará bien, pues los ladrones abundan.
No
digo que entre los indígenas no existieran ladrones, de seguro no faltarían. Digo
que con la venida del español el latrocinio adquirió significados desmesurados.
El término se amplió hasta lo infame, hasta lo siniestro. Visto así, es una
paradoja que quienes trajeran a los perros que ladran hayan sido precisamente
los ladrones de ultramar. Aclaro que etimológicamente estas dos palabras no son
parientes (ladrar y ladrón), sin embargo es un hecho histórico, al menos en América,
que están íntimamente relacionadas.
Para
hacerse una idea más amplia de este asunto, recomiendo la lectura de la novela El valle de los perros mudos, del
escritor Juan Gil Blas. Allí, el autor imagina, apoyado en las teorías más
aceptadas acerca del poblamiento de los valles entre las cuencas de los ríos Cauca y Magdalena, cómo era la vida del
indígena en esta región poco tiempo antes del encuentro con el español.
Para que el lector tenga una idea concreta del argumento, transcribo
el resumen que hace del libro Juan Carlos Orrego, profesor de la Universidad de
Antioquia, en un artículo titulado Exploración
etnoliteraria del Valle de los perros mudos:
“Antes de su colonización
por españoles, en un valle interandino de América (compuesto por tres sectores:
el Ojo, un abra montañosa hacia el sur; el Ombligo, un sistema de cerros en el
centro, y el Porciúnculo, una zona de laderas al norte) han ido estableciéndose
algunos nativos que han huido de las guerras étnicas ocurridas en otros
lugares, y han terminado por formar una pequeña unidad política. El valle ha
sido ocupado en otros momentos de su historia, pero cuando se efectúa la nueva
oleada sólo un grupo de perros mudos pueblan el lugar. El primero de los
migrantes, Raxó-Raxá, es un anciano con estatus de sabio que se ha instalado
cerca del río que atraviesa el valle, y luego aparece el cazador Omaraxi, quien
se establece en la región del Ojo junto con Orquídex, su mujer. Luego llegan
otras personas, y Omaraxi, de un modo tácito, es visto como el líder de aquella
parcialidad”.
“Alguna vez, cerca de la
celebración de la menarquia de Amalá —la hija de Omaraxi y Orquídex—, algunas
cábalas y rumores ponen en claro que se acerca el fin del mundo, y a esa
noticia se asocia la de que, provenientes de lugares remotos, se acercan al
valle perros que ladran, algo que todos tienen por absurdo. Al terminar el
ritual se decide enviar una célula de exploradores allende el valle para que
averigüen lo que ocurre, y entre los expedicionarios se encuentra el artista
Sejó-Silú. Los días pasan sin que regrese la comisión y, sólo después de mucho
tiempo, se presenta en el valle una joven con noticias inquietantes: un grupo de
hombres blancos se ha tomado la aldea de fundidores de oro a la que ella
pertenecía, y tres tíos de la joven se han lanzado por un precipicio antes de
confesar dónde puede encontrarse el metal; ella —que ya ha sido violada por los
españoles— ha escapado hacia el valle en medio del barullo provocado por el
suicidio grupal. En los días que siguen, llegan allí otras víctimas de los
invasores: heridos y mutilados pero, también, las mujeres que han quedado
embarazadas de los blancos. La amenaza es inminente, y la defensa del valle es
organizada por Omaraxi. La invasión comienza con una serie de sucesivas
comitivas y migraciones de criaturas desconocidas: primero aparece en el Ojo
una vaca extraviada, luego un grupo de caballos y jinetes. Luego pasa sobre el
valle, arreado a latigazos, un hatajo inmenso de negros esclavos. Luego pasan
manadas de toros, piaras de cerdos, ejércitos de gallos, bandas de gatos y una
jauría de perros que se ve atraída irresistiblemente por Chusca, la perra muda
de Omaraxi. A todas estas, por los bordes de las montañas que forman el valle
se ven ya, asentadas amenazadoramente, las siluetas de los hombres del
ejército blanco”.
“Luego del fracaso de
algunas tentativas de defensa, el tiempo se deja sentir en una irreal celeridad
para los habitantes del valle, y una Amalá madura ha quedado encinta ante la
impotencia de sus padres envejecidos. En medio de la confusión y la hambruna
producida por el hacinamiento y el sitio, el anciano Raxó-Raxá sube a uno de
los cerros del Ombligo y se ahorca, y muchos siguen el ejemplo. Poco después
empiezan a levantarse cercas sobre las tierras del valle, y Sejó-Silú, ido hace
tanto tiempo en cumplimiento de su misión exploratoria, regresa castellanizado,
llamándose José Luis y apoyando la empresa de expropiación económica y
mestizaje de los hispanos, y participando en tentativas de desestabilización
cultural como la introducción del cristianismo. Su hijo Bómbix lo desconoce e
incluso participa en la formación de una cuadrilla de rebeldes indígenas, cuyo
intento de revivir viejas estrategias de defensa resulta sin embargo fallido.
Omaraxi y los suyos deciden emigrar hacia las lejanas tierras del Llanogrande,
de las que apenas saben que son el refugio de un extraño ermitaño que han
entrevisto, en las alturas, a lo largo de los años. En el momento en que salen
de su reducto en el valle —por entonces con gran apariencia de asentamiento
colonial—, los restos de Chusca, la última perra muda de la región, se escapan
río abajo”.
Hasta acá el resumen.
En
la novela Gil Blas se toma todas las licencias que le ofrece la literatura para
narrar un hecho histórico ocurrido posiblemente en esta región, al sur de Girardota.
No pretende ser científico, aunque usa datos verificables de la Antropología y
la Historia para estructurar su relato. Es interesante porque aunque es claro
que está imaginando, queda la sensación de que su imaginación se basa en un
saber de primera mano sobre esa época perdida.
Queda
la sensación, también, de que son necesarios más intentos de este tipo, para
que ese pasado muerto de datos técnicos (necesarios) adquiera un cuerpo real,
un cuerpo narrado real, vivo, que la gente pueda tomar como suyo, que la gente
pueda imaginar como suyo.
Con
todo esto me ha dado por pensar que no podría yo trocar el dicho popular “perro
que ladra no muerde”, por “perro que no ladra muerde”, sin traicionar mi viaje
imaginario por el mundo amerindio, en donde esos perritos mudos son de lo más
amigables. Me pone contento que no me sospechen ladrón. Y sin embargo, no dejo
de reconocer que esa falta de malicia ladrantina, contribuyó a que los
españoles cogieran al indígena, como quien dice, “con los calzones abajo”.
Que bonito trabajo, felicitaciones
ResponderEliminarQue bonito trabajo, felicitaciones
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